La mirada que divaga por la apacible cuenca del Yangtsé, rozando desde sus frondosas colinas esmeralda hasta la superficie añil de sus lagunas en calma, de súbito queda aplastada bajo una mole de cemento gris. Dos rascacielos de cemento armado, inabarcables en una sola ojeada, impugnan toda naturaleza.
El portón de entrada da la bienvenida a Ganadería Moderna Hubei Zhongxin Kaiwei, la mayor granja porcina del mundo. Su existencia, rotunda por cientos de miles de toneladas, entrevera historia, cultura, moral, geopolítica, agricultura, medio ambiente y tecnología para brindar satisfacción industrial a una necesidad primitiva: el hambre saciada.
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El ardor estival de la China profunda sofoca, pero sus treinta y ocho inmisericordes grados suscitan nostalgia cuando los guardias de seguridad conducen al recién llegado hacia una habitación que los redobla a sesenta y cinco, cuya puerta cierran por fuera. «Debe permanecer aquí al menos cinco minutos», instruyen, postergando la explicación.
Efluvios animales avivados por la temperatura se extienden pasillos adentro y envuelven a los ejecutivos vestidos con camisas de manga corta que acceden a la sala de juntas. Preside la estancia una colosal pantalla de cinco metros de alto por diez de largo, dividida en veinticinco monitores. El primero muestra a un grupo de hombres encorvados ante sus respectivos ordenadores. El resto, cientos de cerdos.
Estas escenas que las cámaras de seguridad capturan tienen lugar al otro lado de la ventana, en el interior de aquellas imponentes torres: 95 metros de alto por 220 de largo por 65 de ancho. Cada bloque puede criar 600.000 gorrinos al año, 1,2 millones en total.
Cada piso tiene capacidad para 11.000 de ellos, arrendatarios en una superficie de 14.300 metros cuadrados a una temperatura estable de veintiséis grados. Cada cerdo permanece en una misma planta desde su nacimiento hasta su sacrificio, un itinerario vital de entre seis y siete meses, lo que tardan en alcanzar 140 kilos a base de maíz, soja y trigo de producción doméstica. Cada jornada, un millar agota el tiempo estipulado.
El visitante contempla la retransmisión en directo acodado en la sala de actos mientras a su lado la reunión en curso prosigue como si no estuviera. El gerente del complejo rinde cuentas ante Jin Lin, vicepresidente responsable de modernización agrícola de la empresa propietaria, Hubei Century Xinfeng Cement Group.
Juntos comentan ambiciosos planes de futuro, característicos en esta tierra de grandes números. Las cuentas del porquero trazan una expansión global desde su remota vaguada: primero replicar el modelo por el delta del Yangtsé, después por el río de la Perla, luego dar el salto a otros países. Su visión incluye asimismo un parque de atracciones y una cadena de comida rápida especializada en productos orgánicos de cerdo.
Dicha exposición representa un extraordinario ejercicio de transparencia en un régimen cada vez más hermético. El proceso para llegar aquí, de hecho, ha resultado harto laborioso. Los trámites empezaron por las autoridades provinciales y locales –como si para entrevistar a una empresa madrileña fuera obligatorio presentar peticiones previas ante Comunidad y Ayuntamiento– hasta obtener cita con los anfitriones.
Ahora bien, durante varias semanas los funcionarios públicos se han mostrado voluntariosos a la hora de desbrozar la espesura burocrática, de nuevo una actitud encomiable por excepcional. La presentación concluye y el encargado se despide saludando con amabilidad: «Bienvenido a nuestra granja y a promover la industria de la agricultura en China».
Holocausto porcino
El señor Jin por fin ha quedado libre, pero el reloj marca mediodía y el almuerzo es innegociable. Sobre la mesa aparecen varias fuentes.
«Es carne de nuestros cerdos«, presume el directivo mientras tiende los palillos. La vida urbanita concede amplios márgenes entre alimento y origen, induciendo a saborear como si la comida brotara emplatada. Aquí, por contra, basta con levantar cabeza entre tajada y tajada para divisar en la pantalla tiernos lechones correteando o durmiendo acurrucados; yuxtaposición que contiene la adobada finalidad de su existencia y, con ella, el recibo ético de cada bocado.
Granjas masivas como Zhongxin Kaiwei constituyen un remedio reciente a una situación crítica. En 2018 surgieron los primeros casos de una pandemia de peste porcina africana que al año siguiente asoló el país. China tomó entonces la drástica decisión de cortar por lo sano sacrificando al 60% de sus piaras, es decir: un cuarto de la cabaña mundial de cerdos desapareció.
«El virus se extendió rápida y fácilmente, era muy complicado mantener la bioseguridad. Muchos pequeños granjeros entraron en quiebra a la vez y el Gobierno central comenzó a temer que fuera insostenible», explica por teléfono Even Rogers Pay, directora especializada en agricultura de la consultora Trivium China.
Ninguna vianda colma como el puerco las escudillas chinas –allí acaba la mitad de la producción global– y en consecuencia el animal ha dejado una impronta sustancial en la psique colectiva, hasta el extremo de que el sinograma «casa» se compone de dos elementos: un cerdo y un techo.
Para garantizar el suministro, las autoridades recurrieron en septiembre de 2019 a su «reserva estratégica de cerdo», un depósito de un millón de toneladas de carne congelada. «También impulsaron préstamos muy asequibles al sector», añade Rogers Pay, «el origen de estas construcciones verticales».
De casa a cerdos
Century Xinfeng Cement participó de inmediato en la bellotera. «Durante veinte años esta empresa fue una fábrica de cemento que producía materiales de construcción, pero la industria empezó a declinar y el fundador consideró que la agricultura tenía mejor futuro», apunta Jin.
Su permuta constata la trayectoria del gigante asiático: el sector inmobiliario, pilar del otrora vertiginoso crecimiento hasta sustentar un cuarto del PIB, supone hoy el más evidente desequilibrio estructural de un modelo productivo agotado y su crisis de deuda amenaza con provocar un colapso sistémico. Ante la incertidumbre, el grupo descendió su negocio pirámide de Maslow abajo, pues no hay debacle que haga superfluo un filete.
Estas granjas maximizan los réditos de la digitalización aplicada a economías de escala. «La estructura vertical reduce en un 95% el suelo necesario para criar un millón de cerdos y permite que un solo individuo supervise 1.500 animales», detalla Jin. Sus logros más rutilantes atañen al medio ambiente. «El proyecto ha alcanzado los objetivos de cero residuos sólidos, cero vertidos de aguas residuales y emisiones de gases ultrabajas», continúa el directivo. «Los excrementos se transportan a otro lugar para realizar la fermentación y luego se convierten en biogás empleado como combustible, es el sistema más avanzado de China en la actualidad».
Las alturas acorazan también la salud animal, reforzada mediante exhaustivos protocolos higiénicos. De ahí el paseo inicial por la cámara de calor, de acuerdo a las instrucciones de los operarios: nadie cumple con más escrupulosidad que ellos. La plantilla está compuesta de 800 trabajadores, 600 en régimen interno. Su rotación comienza con sucesivas pruebas de testeo y desinfección a lo largo de seis horas; una vez superadas permanecen aislados en el interior del complejo durante veinticuatro días consecutivos, alojados en un edificio residencial dotado de dormitorios, zonas de deporte y entretenimiento. Seis días en el exterior, y vuelta a empezar. La vida rebajada a fuerza productiva, en definitiva.
Puercos diplomáticos
Semejante meticulosidad ha cebado un orondo éxito productivo. Quizá excesivo. «La mejora ha sido gigante, pero ahora hay mucho más cerdo que antes de la pandemia y los precios han colapsado», tercia Rogers Pay. «Están tan bajos que a algunas empresas les está costando devolver los créditos«. Esta dimensión contextualiza la irrupción geopolítica de los marranos.
Los gruñidos saltan de un lado a otro del continente desde que a mediados de julio China anunciara la apertura de una investigación a los productos de porcino procedentes de la Unión Europea. Este movimiento representa una respuesta a los aranceles impuestos por las instituciones comunitarias a los vehículos eléctricos chinos, a causa de una política estatal de subsidios caracterizada como competencia desleal.
A China le convenía reducir las importaciones
«Los cerdos españoles están en el punto de mira sin motivo», dicen los expertos. mientras, la producción del gigante asiático se recupera
Así, el primer golpe de esta guerra comercial en ciernes cae sobre... España, el primer proveedor de China. La amenaza de sanciones pone en entredicho un sector que acapara casi el 65% de las exportaciones patrias al gigante asiático, 1.200 millones de euros de 1.900 –aunque el jamón permanece a salvo de las pesquisas– y amenaza con profundizar el desfase comercial entre ambos países, de lejos el más deficitario en las cuentas españolas.
¿Qué falta han cometido, pues, nuestros cerditos? «Cuando hay un conflicto, China suele aplicar presión en las cadenas agrícolas, ya sea mediante aranceles o inspecciones que llevan a restricciones. Con Estados Unidos fue la soja, con Australia el vino, el vacuno y las langostas», elabora Rogers Pay.
«La mayoría de países tienen programas de subvenciones sustanciales, lo que quiere decir que los productos agrícolas son un objetivo fácil para presentar una acusación creíble». Además, «en este caso era conveniente para China desde un punto de vista económico reducir el volumen total de importaciones de porcino para echar una mano a la producción nacional que ha estado sufriendo«.
En resumen: »La confluencia de varios factores ha colocado a los cerdos españoles en el punto de mira sin que hayan hecho nada malo«. Las cámaras de seguridad muestran cómo sus homólogos chinos, mientras tanto, prosiguen con su sistematizada rutina en las alturas.